El día amaneció con una fina lluvia que no dejaba ver más allá del jardín. El agua caía tímida y disimulada, como sin querer mojar pero calando hasta el alma.
La climatología era lo único que el Marqués no podía controlar. «Se disgustará», pensó Amelia mientras miraba absorta a través del gran ventanal de su habitación. Lo había abierto para dejar pasar el aire y, junto a él, algunas gotas de lluvia que entraban a visitar su alcoba privada invitadas por el suave movimiento de los visillos.
Había llegado el día. Era inaplazable. Esa mañana tendría que dar el «sí, quiero» al Marqués. No tenía opción.
Las lágrimas descendían lentamente por su rostro recordando cómo había rogado, suplicado, implorado e incluso exigido a gritos su libertad. Su corazón no pertenecía al Marqués, ni tan solo pertenecía a Amelia. Su corazón estaba junto a Ignacio, el mayordomo mayor del marquesado. Pero el fruto que crecía en su vientre la había condenado a la desdicha eterna.
Al Marqués no le importaba que amara a otro, ni tan solo que ya no fuera «pura e inocente». El Marqués solo pretendía seguir sumando propiedades y títulos nobiliarios a su larga lista de grande de España. Y ella era una pieza muy importante en su tablero de juego.
Amelia acariciaba con delicadeza los blancos visillos que, en un baile delicado, dejaban entrar la leve claridad que intentaba abrirse paso entre la persistente lluvia que había querido acompañarla.
Caminó despacio hacia el vestidor. Había pedido expresamente que su ayuda de cámara no estuviera con ella. Suficiente condena tenía ya como para depender de que una doncella le pusiera el vestido blanco que la esclavizaría para siempre. No, sería su último gesto de rebeldía.
Rozó levemente la seda y el tul de color marfil. Lo mejor de lo mejor. El Marqués no había reparado en gastos. Quería aparentar ante toda la corte, mostrar su autoridad, su poderío sobre todas sus propiedades, incluída Amelia.
Se vistió despacio acariciando la suavidad de la tela, sintiendo el tacto sobre su blanca piel, disfrutando la vaporosidad del tul que flotaba mecido por el aire que entraba por el ventanal que había dejado abierto. No le importaba el frío, ya no.
Amelia se miró en el espejo. Estaba hermosa. Era la novia más bella que jamás habría en el palacio, ni siquiera la reina podía copararse con su belleza. Ella había nacido con el porte de una gran dama y, como tal se había comportado siempre, hasta que su corazón palpitó por el hombre equivocado.
En el espejo estaba también el reflejo de la lluvia incansable, inagotable.
Sin pensarlo más, se acercó al ventanal y saltó al vacío. El vestido se extendió como las alas de un ángel mientras los visillos se elevaron acompañándola en su vuelo eterno.
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