No me gustaba París, de hecho lo odiaba bastante…
Sí, ya sé. Ahora mismo piensas que me he vuelto loca, que me he bebido toda la cerveza que tenía en casa o algo peor… Pues no, en serio: No me gustaba París.
Te cuento:
Imagina llegar a París después de un viaje de unas catorce horas (o imagina si quieres mil horas, que para el caso es igual) en autocar vistiendo un chándal de táctel a principios de los noventa. Caminas sin saber tu destino arrastrando una maleta por la calle (entonces las maletas NO tenían ruedas) con tus compañeros del instituto, agotados todos porque la aventura era no dormir durante el viaje… llegas al hotel y algo pasa (nunca supimos qué) pero volvemos a caminar arrastrando la maleta por otras calles (dicen que las calles de París son preciosas, bucólicas ¿verdad?, pues no lo sé, solo recuerdo aceras, maletas y arrastrar los pies) hasta un segundo hotel. Allí nos dicen que dejemos las cosas en la habitación, rápido, tenemos que salir en seguida hacia el metro para visitar la Torre Eiffel, los Campos Elíseos y mil maravillas más de la ciudad… y todo sin tiempo para ducharte ni cambiarte de ropa.
Piensa bien en lo que te digo: adolescencia+chándal de táctel de colores estridentes+agotamiento y, por si fuera poco, suma a la ecuación la menstruación… un cóctel perfecto para odiar cada paso que das por la ciudad corriendo… porque vamos corriendo de un lugar a otro.
Subimos ANDANDO las escaleras de la Torre Eiffel hasta la segunda plataforma, no llegamos más arriba, y las bajamos también andando… los ascensores no eran para nosotros. Hacemos algunas fotos con cara de felicidad (ficticia totalmente). Llegamos a la pirámide del Louvre e intentamos entrar, pero la fortuna sigue de nuestro lado y solo faltan cinco minutos para el cierre… Nos llevan a cenar y se olvidan de mi segundo plato: a ver cómo le explico al camarero que me falta la comida sin tener ni idea de francés (Please, my second plate, consigo decir). Te aseguro que no me iba a quedar en el cuerpo solo con el triste puré blanco de sabor indefinido que nos habían dado de primero. Y después, agotados hasta la extenuación nos suben en un barco que recorre el Sena lleno de turistas chinos dormidos que despiertan sobresaltados cuando aplaudimos porque la guía casi se atraganta al hablar, todo muy normal.
Y, te recuerdo por si lo has olvidado, que sigo con un chándal de táctel de colores estridentes y sin darme una ducha decente desde hace mucho, mucho tiempo.
¿Entiendes ahora por qué no me gustaba París?
Pero tú conseguiste que me enamorara de la ciudad. Descubrirla paseando bajo una fina lluvia (tenía que llover para que todo fuera más romántico), subir a la Torre Eiffel en ascensor disfrutando las vistas, admirando la maravilla que teníamos a nuestros pies. Entrar en el Louvre y perder la noción del tiempo para descubrir, seis horas después, que teníamos el estómago en los pies y que no habíamos acabado de visitarlo. Tomar un café disfrutándolo a pesar del precio. Visitar Notre Damme (antes del fatídico incendio), los puentes, las calles, el Moulin Rouche, la ópera y el mejor restaurante italiano de la ciudad (sí, pecamos por comer italiano en París).
Conseguiste que olvidara mis recuerdos y hasta el chándal que marcó mi incipiente juventud.
Conseguiste que admirara la ciudad, que me enamorara de cada detalle, de cada rincón.
Conseguiste que me gustara París.

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