Se detuvo en mitad de la calle cuando vio a una chica a lo lejos leyendo un libro. Caminaba con el ejemplar en una mano y una manzana mordisqueada en la otra. No apartaba los ojos de la lectura y quiso advertirle cuando casi chocó con una farola por estar inmersa en la lectura, pero ella la esquivó con destreza. «¿Quién lee mientras camina?», murmuró en voz baja antes de empezar a perseguirla.
La curiosidad y la intuición de María le decían que tenía que seguirla y descubrir algo más sobre esa chica. Vestía una larga gabardina que casi le llegaba a los pies y un extraño sombrero de felpa marrón. Seguía mordiendo su manzana distraída mientras pasaba las páginas atrapada en la lectura sin dejar de caminar ni levantar la vista. A pesar de ello, se detenía ante los semáforos en rojo y avanzaba cuando cambiaban a verde sin tan solo mirarlos.
Al principio, María intentó ser precavida para que la chica no notara que la estaba siguiendo, pero minutos después decidió acercarse más. Era imposible que se percatara de nada que no fueran las letras que tenía entre manos.
Rodeó un parque y fue el único momento en el que la vio alzar la vista. Se detuvo unos instantes a observar con una sonrisa los juegos de los niños. Pudo ver que la alegría de los pequeños la inundaban, sus ojos brillaron de forma intensa. Al poco, siguió su camino y le extrañó ver que se dirigía al bosque de los abetos, situado al final de la gran avenida. «Quizás se sentará a leer allí de forma más relajada», pensó mientras aceleraba el paso para no perderla de vista.
Vio como tiraba el corazón de la manzana en una papelera sin detenerse y cómo levitó para pasar por encima de un charco sin mojarse los zapatos. «¿Acaba de levitar?», se dijo María mientras se restregaba los ojos. Era imposible que hubiera visto eso. No, no podía ser. Sus ojos le habían jugado una mala pasada, o quizás había sido una jugarreta de su consciencia por estar siguiendo a una desconocida que lo único que hacía era leer un libro. Sin embargo, pensó que no solo leía, también esquivaba con destreza a las personas con las que se cruzaba en su camino sin alzar la vista, sabía cuando pasar los semáforos sin mirarlos y sorteaba cualquier elemento que se interpusiera en la calle sin levantar la vista del libro. «O ese libro es una maravilla o aquí hay algo más», se decía mientras su curiosidad llegaba a niveles casi desconocidos hasta entonces para ella. Ella, que nunca se metía en la vida de los demás, que tenía por lema «vive y deja vivir» desde que hacía años tantas personas habían opinado y la habían querido adoctrinar sobre las decisiones que debía tomar que la verdadera elección que hizo fue alejarse de todo y de todos para que la dejaran vivir su vida. Y ahora se sorprendía siguiendo los pasos de una desconocida.
Al llegar al bosque, la chica siguió su camino sin levantar la vista entre árboles centenarios que sorteaba con destreza y soltura hasta que llegó a uno algo más apartado del resto. Entonces sí, cerró el libro, alzó la mirada y observó a su alrededor para asegurarse de que no había nadie. María se había escondido tras uno de los árboles con rapidez, no había sido difícil. La chica acarició el tronco con suavidad y desapareció envuelta en un millar de luces doradas que se esfumaron en una bruma.
La sorpresa fue mayúscula. María no sabía qué hacer, qué pensar ni qué opinar sobre lo que acababa de ver. Se acercó al árbol y lo rodeó para comprobar que allí no quedaba nada: ni libro, ni gabardina, ni sombrero, ni chica. Nada de nada. Lo único que había junto al tronco, en la parte más baja, era un pequeño letrero en el que se leía el nombre: Abeto común, Abies alba.
Pasó su mano por encima del pequeño cartel y se sorprendió al leer lo que había escrito en letras minúsculas bajo una capa de polvo: portal para hadas.
Dudó solo un instante… Con la palma de la mano, María acarició el tronco del árbol.
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