«Muñeca«. Hacía años que nadie la llamaba así. El último había sido él, el cabrón de Eddie que le gritaba muñeca mientras la cosía a cuchilladas en el estómago con la mala suerte de que ninguna de las 25 fue mortal. Eddie había sido inútil hasta para eso.
La encontré tirada en la parte más oscura del callejón. La sangre fresca despertó mi voracidad pero fui incapaz de acabar con ella. Quería beber hasta dejarla como papel de estraza, como una momia disecada. Imposible. Sus profundos ojos verdes me suplicaban una muerte rápida e indolora, bastante había sufrido ya. Pero no pude. No quise. En una décima de segundo decidí ir un paso más allá y transformarla para tenerla más tiempo a mi lado. Quizás toda la eternidad.
Hacía tanto de aquello… El primero que pagó su conversión, su poder, su fuerza y su sed de sangre fresca fue el inútil de Eddie, por supuesto. ¡Cómo disfrutó con su terror mientras le arrancaba la carne del cuello de un mordisco! Jugó con él. Se recreó en su sufrimiento porque aquel maltratador merecía una muerte lenta, muy lenta y muy dolorosa. Ella disfrutó de lo lindo de su sangre, del pánico en sus ojos, de la súplica gritada entre lágrimas y mocos. Pagó con su vida por todo el daño del que ella nunca había podido defenderse. Hasta entonces.

Los primeros años de conversión habían sido difíciles. Le costaba resistirse a la sed perpetua, a la necesidad de sangre pero, ante todo, le costó comprender que había dejado de ser ella para siempre. La dulce, inocente y maltratada Catalina había muerto para renacer en Cat, que nombre tan apropiado para la mujer tan poderosa en la que se había convertido.
Se había acabado el poder de los hombres sobre ella. Ahora Cat decidía quién, dónde y cuándo. El por qué era evidente: hambre.
Nuestra vida juntos era de lo más interesante: juegos de amor de día escondidos de la luz y noches insaciables buscando alimento. No le importaba a quién arrebataba la vida, así de cruel se había vuelto, aunque los niños eran su línea roja. Algún día, en su vida pasada, había querido ser madre, pero aquel inútil había acabado con su ilusión. Así que no, los niños eran intocables.
Sin embargo el mundo no estaba preparado para la Cat explosiva que se sentaba en la barra de un bar frente a un whisky con hielo mientras miraba con ojos aguamarina a su siguiente víctima. Cara inocente, de no haber roto nunca un plato, y labios carmín para despertar los deseos más bajos de cualquier tipo que se acercaba con intenciones claras.
Cat jugaba. Se dejaba seducir. Permitía que su presa creyera tener el control de la situación mientras ella explicaba que su novio la había abandonado.
Los años la volvieron metódica: cierto toque de pasión, besos intensos y siempre un callejón en la parte trasera del local. Antes de clavar los colmillos en la yugular, mordía. Primero pequeños bocados que desataban aún más el deseo de su víctima, después alguno más acertado para desgarrar un pedazo de piel y carne que masticaba con deleite mientras su víctima comenzaba a no entender nada y, para acabar, una succión completa de su jugo de vida.

Sin embargo, esa noche había sido diferente. Aquel idiota la llamó “muñeca” cuando estaban en el callejón y Cat volvió a ser Catalina por un momento.
—¡Eres imbécil! —le dijo con odio al recordar que seguía siendo fuerte, que ella era la que tenía el control.
Esa vez, además de arrancar la carne de su cuello, mordió fuerte el pecho y, con su mano en forma de garra, escarbó hasta arrancarle el corazón.
El órgano seguió latiendo entre sus dedos mientras lo observaba. Él había dejado de respirar y murió sin comprender qué había pasado.
—No me llames muñeca —dijo con rabia.
Sació su sed al estrujar el corazón sobre la boca como un limón. Degustó cada gota de sangre que se vertió sobre sus labios hasta sentir el último latido de aquel incauto que se había atrevido a llamarla muñeca.
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