Amanda estaba a punto de estallar. Sentada en su despacho apoyaba los codos sobre la mesa y con los dedos intentaba masajear la cabeza sin importarle que su cabello perfecto se despeinara. No podía más. El estrés y la tensión acabarían con ella. Sentía las palpitaciones aceleradas y comenzaba a sudar a pesar del aire acondicionado que enfriaba su despacho. ¿Ese dolor en el brazo era normal? ¿Notaba presión en el pecho o solo la imaginaba?
Se obligó a respirar profundamente, a serenar sus pensamientos y decidió salir de allí.
Ella, la directora de la mejor revista de moda se veía atrapada por las exigencias de los nuevos tiempos, por la vida acelerada, por las últimas tendencias que iban más rápido que sus propias decisiones, por los caprichos de influencers a las que ella misma había catapultado a la fama años atrás y que ahora le exigían toda su atención.
Se recostó en su butaca de piel negra, apagó el ordenador y supo que no podía continuar así. Su familia hacía tiempo que no la esperaba para las cenas, ni las comidas, ni tan solo las celebraciones. ¿De verdad quería seguir viviendo así?
Con los ojos cerrados pensó en todos los momentos que se había perdido: el nacimiento de sus sobrinos, el aniversario de sus padres, incluso llegó tarde al funeral de su abuela (algo que jamás se había perdonado).
Volvió a respirar y se levantó despacio para dirigirse al gran ventanal que le permitía ver la ciudad a sus pies. Su despacho en la planta 118 era un privilegio, un privilegio que ya no quería seguir teniendo.
Aunque tampoco podía tomar una decisión tan radical. Debía pensar. Necesitaba tranquilidad para reflexionar sobre su vida, así que volvió a la mesa y en su iPad buscó un lugar tranquilo para pasar toda una semana. Sí, por primera vez iba a tomar una semana entera de vacaciones, pasara lo que pasara, le pesara a quien le pesara.
Amanda buscó un hotel tranquilo y alejado situado en la montaña. Algo pequeño, de pocas habitaciones pero con buen servicio y atención personalizada. Varias fotos le indicaron que lo que tenía ante sus ojos era justo lo que buscaba. Sin pensarlo reservó.
…
Al llegar a la habitación, Amanda sonrió. Era incluso mejor de lo que esperaba: había reservado la habitación más exclusiva y, además, era la única que había en la última planta del hotel, la cuarta, muy cerca del suelo para contrarrestar su vida diaria en las alturas.
Dejó la pequeña maleta en el armario y colocó la ropa con delicadeza. Era un lugar ideal para desconectar. Aprovecharía para leer, reflexionar y caminar por la montaña. Estaba convencida de que durante la semana conseguiría resolver todas las dudas que se cernían sobre ella.
Tan ensimismada estaba en sus pensamientos mirando a través de la ventana que no escuchó cómo alguien entraba.
—Disculpe, señora. Soy María. Me encargo de esta habitación —Amanda se giró hacia ella algo sorprendida, pero dibujó una gran sonrisa al ver a la mujer menuda—. Si necesita cualquier cosa, solo tiene que decírmelo.
—Muchas gracias, María. Es usted muy amable.
Amanda había olvidado que existían personas buenas en el mundo que hablaban sin exigencias.
—¿Le apetece un té, señora? —preguntó María.
Amanda asintió con la cabeza y María se marchó de la habitación para buscar la bebida. De camino a la cocina pensaba en que tenía toda una semana para ganarse su confianza. Un té diario le daría la oportunidad de preparar el cóctel de medicamentos fulminante con el que la mataría el último día de su estancia.
Relatos:
Los asesinatos de María (2)
La habitación (Los asesinatos de María 1)
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