Lucía depositaba con mimo las flores en la mesa central del salón. El mantel blanco, las servilletas de tela y los cubiertos perfectos junto a la vajilla. A su lado, Mario colocaba las copas que utilizarían para brindar por la gran noticia. La abrazó por la espalda y posó sus manos con suavidad en el vientre. Allí latía lo que ambos deseaban y lo iban a compartir con los padres de Mario, la única familia que tenían. Ella ladeó la cabeza para besarlo. Irradiaban felicidad, era imposible que ocultaran la emoción que sentían desde que hacía tan solo dos semanas el médico les había confirmado la gran noticia: después de años de pruebas e intentos, por fin era real. Sonó el timbre y Mario se apresuró a abrir la puerta.
—Hijo, que alegría veros —dijo Antonia, su madre, mientras lo abrazaba con fuerza antes de darle dos besos.
Tras los saludos iniciales, Lucía y Mario se afanaron en la cocina mientras Julián, el padre de Mario, abrió la botella de vermut. Cuando se sentaron a la mesa, la impaciencia le pudo y preguntó por la gran noticia que les había llevado hasta su casa. Lucía y Mario se miraron con ternura y fue él quién habló:
—Mamá. Papá. ¡Por fin vais a ser abuelos! —exclamó con euforia. Era imposible contener tanta emoción y alegría.
Antonia y Julián se miraron con cara de circunstancias. Algo no iba bien: no había emoción ni dicha en sus rostros. De hecho, Antonia arrugó el entrecejo y Julián unió las palmas de las manos en un gesto nervioso.
—¿Qué ocurre? —preguntó extrañada Lucía—. ¿No os alegráis?
—Es que… bueno… —Antonia no sabía a dónde mirar, no le salían las palabras. Posó las manos sobre su falda, agachó el rostro y suspiró.
Mario puso su mano sobre la de Lucía para apretarla. No entendía qué pasaba y les preguntó. Antonia alzó el rostro y se decidió a hablar.
—Hijo mío, es imposible—giró la cabeza hacia la derecha para mirar a su marido con tristeza. Le sorprendió ver cómo resbalaba una gota de sudor por su frente—. Tú —se volvió hacia su hijo—: Tú no puedes tener hijos.
El silencio se posó sobre ellos y una tensión invisible se adueñó del espacio. Mario no entendía lo que su madre acababa de decirle, sin embargo, soltó la mano de Lucía en un gesto inconsciente. El rostro de ella había palidecido de golpe.
—De pequeño tuviste varicela y se complicó —continuó su madre—. Tuvieron que ingresarte en el hospital y estuviste muy, muy enfermo. Llegamos a creer que no saldrías. —Miró con tristeza a Julián al recordar aquellos días—. Después de dos semanas interminables te recuperaste y el doctor nos informó de las secuelas: la varicela te había dejado estéril.
El mundo de Mario se derrumbó: estéril. Toda la alegría que había sentido hasta entonces se esfumaba tras esa palabra. Su matrimonio, sus ilusiones, sus sueños… Se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas por el salón mientras el resto lo observaban sin decir nada. Antonia miraba con recelo a Lucía. A Julián le seguían resbalando gotas de sudor por el rostro. Lucía no alzaba la mirada, intentaba hacerse invisible. Por el rabillo del ojo vio cómo Mario se detenía a su lado, muy tenso, hasta que se decidió a hablar.
—Supongo que tienes algo que explicarme —su tono era casi un susurro.
Lucía empequeñecía por momentos. Sentía que le faltaba el aire y posó las manos sobre su vientre para proteger lo único que en aquel momento la mantenía centrada. Suspiró. Volvió a coger aire despacio.
—Cariño…
—No vuelvas a llamarme cariño, Lucía —cortó tajante Mario sin apartar los ojos vidriosos de ella.
—De verdad que no quería, pero ocurrió algo… —no pudo continuar y estalló en un llanto amargo.
Julián se levantó apresurado y se acercó hasta ella para abrazarla con ternura. Antonia lo miró extrañada y lo interrogó con la mirada, sin embargo, él solo tenía ojos para su nuera. Depositó un beso dulce sobre su cabeza y le habló con suavidad: Había llegado el momento de confesar. Lucía agarró los brazos que cubrían su torso y se aferró como si de ello dependiera su supervivencia. Asintió con la cabeza. Mario y Antonia no entendían nada, todo era demasiado surrealista.
—Lu y yo estamos enamorados —dijo Julián mientras alternaba la mirada entre su mujer y su hijo.
Antonia comenzó a gritar, a insultar, se levantó haciendo caer la silla y lloró. Mario permaneció quieto. No entendía nada: era estéril y su padre amaba a su mujer y su mujer estaba embarazada y no podía ser su hijo y ella amaba a su padre y todo era una locura y todo era una gran mentira. No veía nada. No comprendía nada. No pudo detener a su madre cuando clavó un cuchillo en la espalda de su padre que le alcanzó el corazón y lo derribó en pocos segundos. Entonces fue Lucía la que gritó y lloró, la que se arrodilló en el suelo junto al cadáver mientras Antonia permanecía de pie en silencio, como si acabara de salir de su propio cuerpo y no se reconociera en aquel esperpento. El mantel blanco estaba salpicado de manchas rojas.
—¿Cómo vamos a explicar esto a la policía? —dijo Mario en voz alta sin esperar respuesta.
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