Mario no podía evitar gritar, a pesar de caminar con paso acelerado por la calle. De noche, bajo las ténues farolas, iba de camino a urgencias mientras intentaba que su abuela comprendiera la magnitud del problema. Hacía frío y la lluvia amenazaba. Pese al gorro, la bufanda, los guantes y la engorrosa mascarilla, apretaba el teléfono con fuerza contra su oído. Quizás así su abuela pudiera leerle el pensamiento ya que no quería escuchar lo que le estaba diciendo:
—¡Qué no, abuela! Tienes que entender que tu hijo es alcohólico. ¡No puedes seguir defendiéndolo como siempre!
Pero su abuela no quería escuchar ni entender, porque si lo hacía, las palabras de Mario se le clavaban en el corazón para desgarrarlo poco a poco, eliminando todas las capas, tiritas y esparadrapo con los que lo había ido cubriendo durante décadas para ocultar el daño que le causaba su hijo.
—¡Abuela, por favor! No lo defiendas más.
Mario necesitaba tomar aliento por el esfuerzo de caminar y hablar al mismo tiempo. O quizás por seguir librando una batalla que sabía que jamás vencería.
—Sí. Es un problema, lo sé. Pero nos ha pegado a todos y ahora está en urgencias. Esto no puede seguir así, abuela. Tienes que entenderlo.
Su abuela seguía rompiéndose en pedazos a la vez que intentaba comprender que su niñito, aquel ser inocente de ojitos claros y cabello rizado imposible de peinar, al que le maravillaba saltar en los charcos después de la lluvia, se había transformado en un adulto irresponsable, vicioso y maltratador de su familia. No —negaba con la cabeza mientras escuchaba a lo lejos las palabras de Mario—, aquel no era el niño que ella había criado con tanto esfuerzo, con tanto sacrificio, con tanto mimo.
—Abuela.
Mario había llegado a la puerta de urgencias y debía terminar la conversación antes de entrar. Miró al suelo distinguiendo la marca de gotas de agua, no se había dado cuenta de que llovía.
—Abuela, por favor. Dime que me entiendes. No lo defiendas más, aunque él sea tu hijo. Tienes que abrir los ojos. —Sus gritos, su esfuerzo, su resuello se transformaron en susurro, casi súplica.
Su abuela miró por la ventana para comprobar que la lluvia comenzaba a caer con fuerza.
—Abuela. Te necesito.
Justo entonces, con esas últimas palabras, el corazón de su abuela se rompió. Había luchado durante años, había negado lo evidente, había conseguido poner una venda que lo mantenía latiendo… Pero ahora se resquebrajaba. La súplica de Mario imploraba por su amor, por su valentía… Pero aquel pequeño, lento y anciano corazón se había quedado sin fuerzas.
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