Nunca le habían gustado las visitas ginecológicas. María sabía que eran necesarias pero se sentía tan incómoda que sudaba antes de entrar y eso la hacía sentir todavía peor. Que exploraran su intimidad era algo demasiado personal. Siempre intentaba pensar en otras cosas como los caramelos de menta. ¿Caramelos de menta? Desde niña habían sido sus preferidos y pensar en ellos le hacía dibujar una sonrisa de forma automática en el rostro y relajar la incomodidad.
En esa ocasión, por suerte, solo era exploración mamaria rutinaria, nada de citologías. El inconveniente es que su ginecóloga de toda la vida se había jubilado y ese día conocería a su nuevo médico.
Entró en la consulta y la enfermera le hizo desnudarse de cintura para arriba y tenderse en la camilla. El ginecólogo, un señor de mediana edad, rechoncho, calvo y con gafas de no ver demasiado bien, parecía callado mientras estaba enfrascado a escasos dos palmos de la pantalla del ordenador. A María le pareció escuchar un “buenos días” muy lejano.
Cuando estaba tendida en la camilla, él se acercó y palpó con la mirada clavada en el techo, pensativo, como si los ojos estuvieran en sus dedos y fueran capaces de descubrir por el tacto aquello que preferían no encontrar. Todo estaba correcto.
El ginecólogo se dirigió hacia su mesa para escribir en la historia de María el resultado de la exploración mientras ella se incorporaba para vestirse.
—Usted ha dado mucho de mamar, ¿no?
María, muy sorprendida, miró al ginecólogo y vio cómo él observaba sus pechos. En un acto reflejo ella cruzó los brazos sobre ellos para protegerse de su mirada.
—¿Perdón?
Fue lo único que se le ocurrió contestar. No daba crédito a las palabras que acababa de escuchar.
María sabía que sus pechos eran grandes y la edad y la gravedad habían jugado en su contra, pero jamás había esperado un comentario así.
—Si se ofrecen a operármelo, lo hago sin problema —dijo María intentando mostrarse con una seguridad que no sentía.
El ginecólogo giró la cabeza y siguió escribiendo en el ordenador como si nada, como si su comentario fuera el más habitual, algo que ella debería haber escuchado a menudo. María se visitó con rapidez y decidió que en cuanto saliera de la consulta pediría un cambio de médico. Además, tendría que pensar en cómo hacer que aquel hombre pasara por su hotel y reservara la única habitación de la cuarta planta. Ella se encargaría de que jamás volviera a hablar así a ninguna otra mujer.
Relatos:
Los asesinatos de María (3)
Puedes leer los relatos anteriores aquí:
La habitación (Los asesinatos de María 1)
La directoria (Los asesinatos de María 2)
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