Ronan despertó muy temprano. En realidad, es más correcto decir “se levantó” porque despierto había estado toda la noche.
Había intentado dormir utilizando lo que siempre le funcionaba: leche caliente, meditación, música relajante… hasta contar ovejas, algo que no hacía desde la adolescencia cuando la noche anterior a exámenes importantes le costaba conciliar el sueño y se dedicaba a contar ovejas. En una ocasión había llegado a 326 antes de caer rendido…
Pero esta noche nada funcionaba, así que decidió levantarse sin hacer ruido. No quería que su mujer, Alice, se inquietara. Ya tenía suficiente con lo que se le venía encima. Lo que no sabía era que ella estaba igual, sin pegar ojo en toda la noche. Habían compartido los nervios sin necesidad de palabras y con el disimulo de quien intenta tranquilizar a la persona que tiene al lado. Alice había derramado lágrimas silenciosas toda la noche.
Ronan llevaba toda su vida preparándose para aquel momento y por fin había llegado el día. Desde pequeño había soñado con pisar la Luna, tan lejana, tan serena, tan inalcanzable, tan imposible… y hoy su sueño se superaba: partiría hacia Marte en un viaje incierto de retorno muy improbable.
Lo había valorado todo: su familia, sus amigos, su vida. Pero había pesado más su anhelo, su sueño infantil, sus esfuerzos y sus logros para llegar exactamente dónde estaba hoy. Porque hoy era el principio, el inicio de algo nuevo, a pesar de que significara dejar atrás lo que más quería.
Y así fue como partió de casa. Con un beso y un abrazo inmenso a su familia. A su hijo, John, y a Alice, que lo verían partir en aquella expedición y a los que se negaba a decir un adiós definitivo.
—Lucha por tus sueños. Siempre —dijo a John—. Y no permitas que nadie te diga que no lo conseguirás. Yo estaré siempre a tu lado. —Lo abrazó con intensidad, respirando el olor de su cabello rizado, el olor de la inocencia de sus ocho años. Y recordó que su padre le había dicho aquellas mismas palabras el día que le confesó que quería ir a la Luna.
John le regaló su pequeño Picachu, ese que siempre le acompañaba a todas partes en el bolsillo de su pantalón y que dormía cada noche bajo su almohada.
—Para que te acuerdes de mí, papá —dijo el pequeño entre lágrimas—. Pichachu te protegerá.
—Nunca me olvidaré de ti, mi pequeño. Mi corazón es tuyo y allá donde vaya estarás siempre conmigo. Cuando mires al cielo y veas las estrellas, yo también las miraré y así estaremos juntos —. Ronan le dio un último beso en la mejilla empapada de lágrimas.
Horas después, la expedición partió con destino a la estación espacial internacional y, desde allí, hacia Marte.
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